Anda que te andarás, la galería no terminaba nunca, el camino no terminaba nunca; a Martín le dolían los pies, y ya empezaba a pensar en regresar cuando vio a un perro.
"Donde hay un perro hay una casa -reflexionó Martín-, o, por lo menos, un hombre".
El perro corrió a su encuentro meneando la cola y le lamió las manos; luego siguió por el camino, volviéndose a cada paso para ver si Martín aún le seguía.
-Ya voy, ya voy- decía Martín, lleno de curiosidad.
Finalmente, el bosque comenzó a clarear, el cielo reapareció en lo alto y el camino terminó en el umbral de una gran verja de hierro.
A través de sus barrotes Martín vio un castillo con todas las puertas y ventanas completamente abiertas. El humo salía por todas las chimeneas, y, desde el balcón, una hermosísima dama le saludaba con la mano y le gritaba alegremente:
-¡Adelante, adelante, Martín Testarudo!
- Vaya- se dijo Martín muy contento-, yo no sabía que iba a llegar aquí, pero ella sí, por lo visto.
Empujó la verja, atravesó el jardín y entró en el salón del castillo a tiempo para hacer una reverencia a la bella dama que descendía por la escalinata. Era hermosa e iba vestida incluso mejor que las hadas y que las princesas, y además era muy alegre y sonreía:
-Entonces, ¿no te la creíste?
-¿El qué?
-La historia del camino que no iba a ninguna parte.
-Era demasiado estúpida. Y según mi parecer, hay más partes que caminos.
-Exacto, basta con tener ganas de andar. Ahora ven, te enseñaré el castillo.
Había más de cien salones, llenos de tesoros de todo género, como en aquellos castillos de los cuentos en los que duermen las bellas durmientes o en los que los avaros acumulan sus riquezas. Había diamantes, piedras preciosas, oro, plata, y a cada momento la hermosa dama decía:
-Toma, toma lo que quieras. Te prestaré un carrito para llevar el peso.
Imaginaos si iba a hacerse de rogar Martín. Cuando emprendió el regreso, el carrito estaba completamente lleno. El perrito, que estaba amastrado, iba sentado delante y llevaba las riendas y les ladraba a los caballos cuando éstos se adormilaban y se salían del camino.
Martín Testarudo fue acogido con gran sorpresa en su pueblo, pues ya le habían dado por muerto. El perro descargó en la plaza todos los tesoros, meneó dos veces la cola en señal de saludo, volvió a subirse al carrito y se marchó entre una nube de polvo. Martín hizo muchos regalos a todos, amigos y enemigos, y tuvo que explicar cien veces su aventura, y cada vez que terminaba de hacerlo, alguien corría a su casa a coger un carrito y un caballo y se precipitaba por el camino que no iba a ninguna parte.
Pero aquella misma noche regresaron todos, uno tras otro, con la cara así de larga por el enfado: para ellos, el camino terminaba en medio del bosque, ante un espeso muro de árboles y entre un mar de espinas. No había ya ni verja de hierro, ni castillo, ni hermosa dama. Porque algunos tesoros sólo existen para los primeros que emprenden un camino nuevo, y el primero había sido Martín Testarudo.